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Bajad las armas

Álvaro Pombo o el arte de la conjunción copulativa

Pombo es un maldito que reza. Habla con Dios y ha tratado de cerca al diablo. Es también un estilista que dicta, bendecido con el don de la elocuencia instantánea. Teólogo de almas y poeta de los cuerpos

Álvaro Pombo o el arte de la conjunción copulativa
ANTONIO HEREDIAEL MUNDO
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Era la primera vez que cubría una campaña electoral y se presentaba un nuevo partido en aquellas generales de 2008. Se hacía llamar Unión, Progreso y Democracia (UPyD). Su candidata era una antigua dirigente socialista significada por su valor en la lucha contra ETA: Rosa Díez. Los grandes partidos estaban sobradamente cubiertos, así que le propuse a mi jefe en aquel periódico que me dejara seguirla un día entero. Cuando llegué descubrí que yo era el único periodista interesado (aciago destino de los partidos de centro). Acompañé a la candidata a grabar unos anuncios en un estudio de radio y a algún acto más, pero el plato fuerte de la jornada consistía en un mitin en el Círculo de Bellas Artes. Recuerdo allí a Savater. Y recuerdo, claro, a Álvaro Pombo.

Tauler! ¿Tú aquí? ¡Nunca me llamaste!

Pombo no se había olvidado de mi visita a su ascética morada de Argüelles unos años atrás, siendo uno apenas universitario por hervir con pujos de ensayista. Mi amigo Pablo Sanguinetti y yo habíamos fundado una revista de literatura en la Complutense llamada Silencios. Por su sección de entrevistas desfilaron Carlos García Gual, Andrés Trapiello, Luis Mateo Díez o... Álvaro Pombo. Quedamos en que le llevaría un texto (Atavismo y lenguaje, lo titulé, en la cima de mi acneica pedantería) que él anotó y definió como un «psicodrama» delante de una enorme fuente de jamón ibérico.

No ocultó su decepción cuando le declaré mi incurable heterosexualidad, pero nos reímos mucho. Decidió llamarme por mi segundo apellido, prefería su germánica sonoridad: Tauler. Y así siguió encabezando los largos mails en los que comentaba mis primeras columnas cuando tiempo después tuve la dicha de fichar por EL MUNDO, donde él mismo había dictado las suyas. Guardo esos correos como incunables. Luego se cansó de escribir. Pero de pronto llamaba, un sábado cualquiera, para discutirme la tesis de que aquellos priápicos muchachos del Elías Ahuja no estaban exhibiendo su poder patriarcal sino su fragilidad. Cosas así.

Nunca es aconsejable conocer al escritor al que admiras, porque la espontánea manifestación de su personalidad rara vez empata con su escritura. Pombo, en cambio, quizá resulte más brillante en persona que por escrito, no porque no sea capaz del estilo más alto de nuestras letras sino porque sabe que escribir demasiado bien puede arruinar una buena historia. Su alma es un nido de paradojas. Nació provocador pero su vocación más sólida ha sido la de monje. Dio el paso de comprometerse en política sin haber traicionado ni por un instante su entrega sacerdotal a la literatura. Atesora la erudición del académico, pero conserva la chispa del aprendiz. Y según propia confesión ha vivido siempre fuera del armario y siempre dentro de la Iglesia. De hecho salió tan rápido del armario, en plena dictadura, que se considera a sí mismo un «pregay». Pero cuando el Orgullo se puso de moda y Zapatero aprobó el matrimonio gay, ejerció la insensata libertad de pronunciarse en contra, abogando por la senda mística de la abstinencia.

Pombo es un maldito que reza. Habla con Dios y ha tratado de cerca al diablo. Es también un estilista que dicta; es decir, algo así como un orfebre automático o una garganta bendecida con el don de la elocuencia instantánea. Teólogo de almas y poeta de los cuerpos, admira la revolución del desprendimiento que lideró san Francisco de Asís, pero reivindica con orgullo su rancio linaje de comerciantes porque opina como Wallace Stevens: «Money is a kind of poetry». Lo cual le convierte en un niño de derechas muy mimado por las izquierdas, al punto de que debía ser el ministro Urtasun y no otro quien le comunicara su Cervantes.

Y sin embargo no caben en Pombo la disyunción amarga ni las contradicciones insolubles. Pombo es único y es llano, puede parecer estrafalario sin dejar de resultarnos familiar. Ya nos advirtió en el mejor mitin de la democracia que él pertenece al partido de la conjunción copulativa. No hay por qué elegir: se queda con todo. Sus virtudes y sus pecados fluyen desde la cadencia pulmonar de su prosa por el hondo cauce de la psicología humana, a veces laberíntico como la culpa, a veces luminoso como una madre. Es todo a la vez, una cosa y su contraria, porque así es la misma vida que ha narrado.