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En el cielo sin nubes se ha declarado un final de abril con pujos de ferragosto, y los peregrinos que no tomaran ayer la precaución de untarse los brazos con crema solar experimentarían alivio al ingresar por la puerta santa en la suave penumbra de Santa María la Mayor. Tampoco es que tuvieran que esperar demasiado bajo el sol. Al menos el Esquilino -una de la siete colinas romanas- no registra todavía la congestión de visitantes que se le pronostica a esta primavera de excepción en que un jubileo se funde con un cónclave, y por fortuna los carabinieri han decidido no extremar el celo inquisitivo en los controles de acceso. Será una paradoja, pero un policía que nos sonríe da más seguridad que uno que nos cachea.
Cuando al fin traspone el umbral y se despliega sobre su cabeza el áureo artesonado, el peregrino vuelve a recibir como por vez primera la impresión inefable que a Roma le es propia: la gran belleza. Por muy napolitano que sea Sorrentino, en su obra cumbre tuvo que rendirse a la evidencia. No será San Pedro, pero sin duda Jorge Mario Bergoglio -el menos sorrentiniano de los papas posibles- ha sabido escoger su última morada. Se localiza en una nave lateral, según se entra a la izquierda (no iba a cambiar de ideología a estas alturas, apostillaría un malicioso), justo antes de topar con el esplendor barroco de la capilla paulina que guarda el icono de la Salus Populi Romani: acaso la imagen mariana más venerada de la ciudad, con permiso del piadoso cincel de Miguel Ángel. Allí será enterrado, en la losa desnuda que llevará su nombre, tan humilde como la lápida bajo la que reposa el devoto Bernini en el ala opuesta. El genio ante el que se rindieron siete papas y todas las cortes absolutistas de Europa optó por enterrarse bajo un liso peldaño junto al presbiterio. Por eso puede decirse que Bernini, tres siglos y medio después de muerto, también es el autor de la tumba de Franciscus.
Hormiguean por Roma las tres pes de los periodistas, los peregrinos y los primados, aunque ciertamente uno no se ha topado aún con un cardenal en el metro. Vamos a recordar que la Iglesia es una epistocracia. ¿Será por eso que perdura? Desde luego nadie ha publicado todavía ningún ensayo titulado Así mueren las epistocracias. El caso es que en la Sixtina no entra cualquiera por estas fechas. Los frescos del florentino aguardan solemnes a los purpurados que elegirán al líder espiritual de mil millones de católicos. En las altas galerías curiales se ha desatado hace tiempo la campaña electoral, y sus ecos acaban resonando en una recóndita trattoria del Borgo. Han llegado incluso a este cronista con suficiente nitidez como para identificar los tres grupos en que se dividen los papables: francisquistas, opositores y de transición. La cosa es compleja porque alguno del primer grupo en realidad trabaja para el segundo, y no pocos del segundo se conformarían con pertenecer al tercero. Pero todo eso les será revelado puntualmente a los lectores de esta página diaria. El cuerpo del último pontífice aún está tibio, y debe ser honrado.
Se preguntaba Jep Gambardella quién poseía las llaves de la gran belleza. La respuesta siempre estuvo a la vista, esculpida en escudos y estatuas por toda la ciudad: siempre las tuvo Pedro.