Jane D'Arc Jabour dice que cuando los residentes de Sarada visitaron su aldea el pasado 22 de diciembre "todas las casas estaban perfectamente". Una descripción que contrasta con la absoluta devastación que se aprecia hoy en día. Todas las viviendas del pequeño villorrio fronterizo, ocho casas y la iglesia, exhiben muros derribados, tiroteados, quemados o pintarrajeados con letras hebreas. Incluido el templo local.
El interior del recinto religioso es un caos absoluto. Los residentes encontraron una estatua de la Virgen decapitada y muchos otros símbolos religiosos -cruces, retratos de Jesucristo o la propia figura del niño Jesús- esparcidos por el suelo, rotos en pedazos, emborronados con pintura o entremezclados con los desperdicios que dejaron los militares israelíes. La cocina del habitáculo fue devorada por un incendio y las otras dos habitaciones usadas como dormitorio provisional, como indican los colchones tirados sobre los baldosines y los restos de parafernalia ilustrada con el idioma del país vecino.
"Todo lo destruyeron cuando la guerra ya había terminado. ¿Por qué atacaron una iglesia cristiana? Son nazis racistas. Les da igual que seamos cristianos o musulmanes", indica Samia Jabour, la madre de Jane.
El clan Jabour tuvo que interrumpir su retorno a Sarada en diciembre a las pocas horas. "Nos dispararon los israelíes. No querían que nos quedáramos", explica Jane. Tuvieron que esperar para volver a que los militares de Tel Aviv se retiraran a su territorio -la linde entre los dos países se encuentra a dos kilómetros de este lugar- el pasado día 18, aunque no llegaron a abandonar todas sus posiciones. Los uniformados mantienen un puesto de control en la colina que vigila Sarada. Jane se mueve entre las ruinas de las casas mientras resuenan las ráfagas de ametralladora que proceden del emplazamiento israelí.
"Mire, todo está roto. Nos robaron el oro y varias escopetas de caza. Rompieron la televisión, el horno, los paneles solares, las camas. ¡Cagaron en el suelo de la casa! ¿Qué tipo de gente hace eso?", relata la fémina, de 42 años, sin poder esconder su indignación.
La permanencia de militares israelíes en las inmediaciones de Sarada se inscribe en la decisión de Tel Aviv de no abandonar por completo el territorio libanés, que debía haber dejado el 18 de febrero, incumpliendo así el alto el fuego que puso fin provisional a la guerra con Hizbulá el pasado mes de noviembre.
Un portavoz de los cascos azules desplegados en el Líbano, Kandice Ardiel, confirmó al diario local L'Orient Le Jour la permanencia de uniformados israelíes en varios enclaves situados en este país, lo que según dijo es una "violación flagrante" de la resolución de Naciones Unidas que rige el alto el fuego entre los dos adversarios.
Extendida la ocupación de los Altos del Golán
La precaria estabilidad en la frontera libanesa, se suma a un escenario cada vez más tenso en la linde en el sur de Siria, donde los israelíes también han extendido la ocupación que ejercen sobre los Altos del Golán. Reforzado por el apoyo irrestricto que parece haber recibido por parte del presidente Donald Trump, el primer ministro, Benjamin Netanyahu, exigió el pasado fin de semana que todas las provincias del sur de Siria -Daraa, Quneitra y Sweida- sean "desmiliarizadas" e indicó que su ejército "no autorizará que las fuerzas del nuevo ejército sirio entren en la zona al sur de Damasco".
Al mismo tiempo el jefe del ejecutivo israelí insistió que los uniformados de su país permanecerán en las nuevas áreas ocupadas "por un periodo de tiempo indefinido", una declaración que generó de inmediato un aluvión de protestas populares en la nación árabe. Horas después, la aviación y las tropas israelíes lanzaron una amplia operación en el sur de Siria, bombardeando varios lugares.
Para el politólogo libanés Hilal Khachan, citado por L'Orient Le Jour, Tel Aviv también intensificará "tarde o temprano" sus ataques en el Líbano mientras que los paramilitares que dirige ahora Naim Qassem no firmen su "capitulación" y acepten ser "desmantelados en tanto que organización militar", algo que el secretario general de Hizbulá rechazó de plano durante el reciente funeral de Hasan Nasralá.
Según Asaad al-Zoubi, un experto y ex militar sirio consultado por Al Jazeera, "Netanyahu quiere mantener una escalada a nivel regional" para preservar su supervivencia política, dado que un cese total de las hostilidades aceleraría el proceso judicial que enfrenta en Israel.
Aferrado a su ideario expansionista, Tel Aviv ha decidido implementar una nueva técnica, la de las "franjas estériles" -así las denominó el diario The Times of Israel- en el sur de Siria y Líbano, donde combina la presencia de sus militares y de su aviación. En el caso libanés ha implementado además una política de destrucción sistemática de los núcleos urbanos, que ha forzado el desplazamiento casi absoluto de la población que vivía en la linde fronteriza.
El citado villorrio de Sarada podría considerarse agraciado. Allí, las viviendas han sido saqueadas y semi destruidas. En el caso de Maroun al Ras, donde residían varios miles, los israelíes volaron o aplastaron con excavadoras todos los habitáculos. Ahora, los únicos pobladores son media docena de obreros que se agrupan en torno a una excavadora que se encuentra removiendo escombros en lo que antaño fue parte de la aldea.
"Sólo han quedado cinco casas a la entrada del pueblo. El resto ha desaparecido. Maroun al Ras ya no existe", explica Nimr Ayoub, un viandante solitario que camina entre los montículos de escombros que antes eran domicilios.
Toda la extensión que alcanza la vista es la misma: montañas de ruinas. Del famoso "parque iraní", que construyó Teherán en este emplazamiento y que visitó el entonces presidente Mahmoud Ahmadinejad en 2010, sólo queda la cabeza de la estatua del difunto general Qasem Soleimani, junto a una bandera del estado persa, tiradas en el suelo.
Ubicada sobre un promontorio que permite controlar todas las planicies israelíes del entorno, Maroun al Ras fue escenario de una violenta confrontación durante la última guerra. Lo mismo que en la del 2006. Esta vez, murieron 200 personas, entre combatientes de Hizbulá y civiles. Las fotos de más de una docena de los paramilitares caídos en este lugar se divisan apoyadas sobre un cubículo metálico en una de las rutas. "Todavía hay cadáveres debajo de las piedras", apunta el libanés.
"Aquí ya no hay vida"
Nimr Ayoub indica, sin embargo, que al igual que en Sarada la destrucción total no ocurrió durante la conflagración, sino después, tras el alto el fuego de noviembre. "Durante la guerra sólo resultaron dañadas unas 50 casas. Fue después. Los israelíes aprovecharon que Hizbulá dejó de pelear y entonces empezaron a volar y aplastar todas las casas. Aquí ya no hay vida", comenta.
El viaje desde Maroun al Ras hasta Kfar Kila, una treintena de kilómetros a escasa distancia del territorio israelí, es un recorrido a través de la desolación más absoluta. Las tropas israelíes no se fueron de aquí hasta el pasado día 18. En ese período se emplearon en volar o aplastar con maquinaria, miles y miles de casas. Los mismos artilugios reventaron con garfios de metal gran parte del asfalto de las carreteras, que han sido reparadas a toda prisa y reconvertidas en precarias rutas de tierra.
Las metrópolis colindantes con la divisoria, enclaves como Aitaroun, Blida, Markaba, Meis el Jabal, Hula o Adeyseh, rivalizan en el alcance de la destrucción general que han sufrido y la casi ausencia de habitantes que han podido retornar a estos lugares, donde las más mínimas comodidades -agua, luz, conexión de teléfono o tiendas de comestibles- son ahora un lujo impensable.
La furia destructora israelí afectó a todo tipo de residencias. Desde la pequeña casa que tenía Abbas Yumaa en la carretera fronteriza que une Adeyseh con Kfar Kila, a la mansión con palmeras que algún adinerado había construido en la colina cercana. "Costó un millón y medio de dólares", dice Yumaa, que viene cada día a vigilar los despojos de su casa para evitar la acción de los saqueadores locales.
El paso de los israelíes se asemeja al de un ciclón. Los caminos están repletos de decenas de árboles arrancados y coches aplastados por los tanques.
"Esos olivos tenían más años que Israel. ¿Cómo pueden venir unos señores que nacieron en Europa a destruir nuestras casas?", había dicho Jane D'Arc Jabour, horas antes en Sarada.
"Ha sido pura venganza. Quieren echarnos. Todo esto se hizo después de que cesaran los combates", reitera Ali Qassem, un habitante de Hula.
Hizbulá y Amal -el otro grupo chií- han marcado la sucesiva acumulación de cascotes con banderas, retratos del desaparecido Hasan Nasralá y banderolas como aquella que se lee en Kfar Kila que dicen "Esta será la tumba de Israel" o "La 'resistencia' (Hizbulá) se queda". Un esfuerzo propagandístico cuyo mensaje desentona de forma radical con la total debacle que enfrenta la zona.
Los estragos de Kfar Kila
Los israelíes se aseguran de que los habitantes ni siquiera se planteen rehabilitar sus casas. Cuando este periodista se dispone a entrevistar a un residente de Kfar Kila sentado en una tienda de campaña instalada junto a los muros caídos de su antigua casa, un dron del ejército de ese país desciende sobre el grupo. Al ver que los presentes ignoran su presencia, los uniformados deciden comunicar su mensaje de una manera más explícita. Lanzando una granada de sonido a pocos metros del periodista. La explosión obliga a desalojar el lugar. "Parece que le están dando la bienvenida", dice el libanés mientras se marcha.
Los estragos de Kfar Kila difieren según los barrios. En los que estaban construidos junto al muro que separa Líbano de Israel, no queda nada en pie. Los arrabales encaramados a las colinas todavía mantienen algunas casas -no muchas- dañadas, pero erguidas. Muchos de los hogares fueron incendiados.
Hassan Sheet deambula por lo que antes fue el centro de la metrópoli donde ejerce como alcalde. Estima que un 90% de los habitáculos han sido destruidos por completo y el 10% restante tiene "daños de diferente alcance".
"El 60% de toda la destrucción ocurrió tras el alto el fuego", añade.
Tanto Sheet como todos los consultados asumen que la realidad actual dista mucho de la del 2006, cuando Hizbulá respondió a la destrucción causada por aquella confrontación bélica con un derroche de fondos que permitió la reconstrucción en un lapso de tiempo muy reducido. "Nos están dando unos 300 dólares por mes para pagar el alquiler de un apartamento pero nadie sabe si podrán pagar lo que costó mi casa. En el 2006 nos pagaron todo al cabo de un mes", recuerda Abbas Yumaa.
"Esperamos que nos ayude la comunidad internacional", opina el alcalde con escasa convicción.
La única esperanza de los libaneses es precisamente su recurrente experiencia con catástrofes sucesivas, que les ha permitido desarrollar un humor negro tan singular como desconcertante. Ese comportamiento que lleva a los jóvenes locales a "invitar" al dron israelí que les vigila a sólo algunos metros a "compartir" un café junto a la hoguera -"¡venga, baja, ven aquí!", le gritaba uno de ellos al aparato- o el mismo al que se aferraba Abdallah al Hadi junto a lo que fue su domicilio. "A mí lo que más me duele es que han aplastado la casa sin dejarme sacar las botellas de whisky etiqueta negra que tenía ahí dentro", afirma entre risas, señalando al montón de despojos.
Las relaciones del Líbano e Israel son una concatenación de episodios violentos, desde que se creó el Estado judío en 1948. En Hula, los soldados del país vecino destrozaron el mausoleo que recuerda la primera masacre que cometieron esos uniformados en el territorio libanés en noviembre de 1948, cuando sus combatientes asesinaron a decenas de civiles en este pueblo.
Han pasado casi ocho décadas desde aquella fecha, pero el odio sigue siendo la norma de "convivencia" en este espacio geográfico. La lápida que recoge los nombres de los libaneses que murieron en esa matanza quedó marcada por una pintada escrita en negro en hebreo: "Un buen chií, es un chií muerto".