ACTUALIDAD ECONÓMICA
Guerra arancelaria

De Liz Truss a Rodríguez Zapatero, otros políticos a quienes los mercados (como a Trump) obligaron a recular

Normalmente, en las luchas entre mercados y Gobiernos, los primeros tienden a ganar. La reacción de los políticos a estas crisis sigue la famosa pauta 'negación-ira-negociación-depresión-aceptación'

La ex primera ministra británica, Liz Truss.
La ex primera ministra británica, Liz Truss.E.M.
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"La oración del político debe ser: Señor, haz que mis palabras sean suaves y pronunciadas en voz baja, pues el día llegará en el que me las tenga que comer". La frase es de Norman Lamont, ministro de Finanzas de Gran Bretaña entre 1990 y 1993, y refleja su experiencia en el Gobierno. El 26 de agosto de 1992, declaró al diario conservador londinense The Times: "No va a haber devaluaciones ni salida del SME [Sistema Monetario Europeo], vamos a mantener el valor de la libra y vamos a hacer lo que haga falta. Y espero que nadie tenga ninguna duda al respecto".

La frase de Lamont tenía un destinatario concreto: Scott Bessent, el jefe de trading de la oficina londinense del hedge fund Quantum Management. Justo cinco días antes, Bessent había celebrado su trigésimo cumpleaños apostando 1.500 millones de dólares (unos 3.000 millones de euros de hoy en día) a la devaluación de la libra frente al marco alemán y a su salida del Sistema Monetario Europeo (SME), un sistema de bandas de fluctuación de las divisas que constituía un primer paso hacia la creación del euro. Bessent era un especialista en operaciones destinadas a forzar la caída de valores. Había trabajado para Jim Chanos, la mayor figura de las ventas a corto -es decir, apostar por la caída de un valor- antes de unirse a Quantum, fundado y dirigido por la persona a la que más admiraba desde que a los 25 años de edad leyó su libro The Alchemy of Finance: George Soros.

Hoy, Bessent es secretario del Tesoro de EEUU. Su misión es, también, defender una divisa, una deuda y un mercado que ha perdido parte de la confianza de los inversores. Es una posición radicalmente opuesta de entonces cuando "sabíamos que podíamos aplastar al Banco de Inglaterra", como recordó en 2008 en una entrevista al periodista británico Sebastian Mallaby para su Historia de los hedge funds More money tan God (Más dinero que Dios).

Lamont fracasó. Justo tres semanas después de hablar al Times, el 16 de septiembre a las ocho menos veinte de la noche, tuvo que emitir un comunicado declarando que "el Gobierno ha decidido que es en el interés de Gran Bretaña suspender con carácter inmediato nuestra pertenencia al Sistema Monetario Europeo". La libra había sido devaluada.

La misión de Bessent hoy tiene pocos precedentes en la Historia de EEUU en el último siglo. Las tres emisiones de deuda pública de EEUU, la semana pasada, fueron seguidas con lupa por los inversores para ver si la demanda había caído. Eso, en palabras el ex secretario del Tesoro con Bill Clinton, Larry Summers, es propio de un mercado emergente. Es un caso más extremo que el de Lamont aunque también con más margen de actuación. Pero si en 1992, el primer ministro británico, John Major, no hacía caso a Lamont, en 2025, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, no escucha a Bessent. Sus socios -básicamente, el resto del planeta Tierra- le ignoran, como Alemania ignoró a Lamont.

Normalmente, en las luchas entre mercados y Gobiernos, los primeros tienden a ganar, aunque en el caso de EEUU el primero tiene la ventaja de estar al frente del corazón de la economía mundial. En realidad, la reacción de los Gobiernos a las crisis de los mercados sigue, punto por punto, la famosa pauta 'negación-ira-negociación-depresión-aceptación' diseñada por la psicóloga suizo-estadounidense Elizabeth Kluber-Ross para referirse a la reacción de los seres humanos cuando reciben una noticia realmente mala, como el diagnóstico de una enfermedad incurable o la muerte de un ser querido. Lo primero es negar que haya un problema. O, que si lo hay, éste sea insoluble.

Antecedentes

Es una actitud ejemplificada en el "yo estoy al frente, no se preocupen", del dictador indonesio Suharto cuando en 1997 la crisis asiática empezó a golpear la economía de ese país. Siete meses después, Suharto dejaba el poder, con el país al borde de la guerra civil, el sistema bancario en quiebra, y la deuda externa en suspensión encubierta.

Una crisis financiera cuestiona la política económica de un Gobierno, y, lógicamente, nadie quiere admitir que ha hecho las cosas mal. En España, José Luis Rodríguez Zapatero (y el Banco de España) estaban convencidos de que no iba a haber ninguna crisis por el ladrillo. En EEUU, la tendencia es más a confiar en la milagrosa capacidad del mercado para regenerarse cual ave fénix. Desde la idea del entonces vicepresidente -y hoy enemigo declarado de Donald Trump- Dick Cheney de dejar a los bancos en crisis quebrar hasta la aún más extrema del secretario del Tesoro, Andrew Mellon, de dejar que básicamente toda la economía quebrara tras el crash del 29, hay muchos ejemplos, de Madrid a Washington, de que la mejor manera de solucionar un problema es ignorándolo.

Si no desaparece, la culpa de los otros. Bien de "los especuladores internacionales que no nos quieren ver prosperar", como proclamó el entonces primer ministro de malasia, Mahatir Mohamed, en 1997. O de los "globalistas" de los que habló Trump el viernes de la semana pasada, aunque es difícil encontrar a nadie más 'globalista' que un secretario del Tesoro como Bessent, que fue la mano derecha de Soros durante tres décadas.

Y después llega la negociación. O sea, admitir los hechos. Trump está ahora ahí. Primero, ha reducido la subida de aranceles al 10% para todo el mundo, salvo China. Ayer se hizo público que ha instaurado una serie de excepciones para las importaciones de productos electrónicos de ese país, como teléfonos móviles y microchips, destinada a salvar empresas como Apple y Nvidia, que forman parte de los Siete Magníficos, es decir, las grandes tecnológicas de Wall Street que representan más del 15% del valor de todo el S&P500, el índice de las grandes empresas estadounidenses.

Trump estima que si las acciones de esas empresas, que han sido trituradas en la última semana y media, empiezan a estabilizarse o a remontar, su impacto sobre los índices y los fondos vinculados a éstos serán positivo y permitirá, tal vez, dejar la crisis atrás. Además, va a usar cualquier concesión -real o ficticia- de terceros países para tratar de declarar victoria.

Señales a peor

Otra cosa es que eso sea suficiente. Incluso después de la tan cacareada reducción de la subida de aranceles al 10%, las tarifas medias de EEUU están en una media del 14%. Es su nivel más alto desde que en 1924 fue derogada la Ley Smoot-Haley, que, con su proteccionismo a ultranza, contribuyó a crear la Gran Depresión gracias a su efecto devastador en el comercio mundial en un momento en el que éste, además, era mucho menor y las economías tenían un grado de integración mínimo en comparación con la actualidad. Unos aranceles medios del 14% en lugar de los del 2,5% que EEUU tenía el 1 de abril van a impactar inevitablemente la inflación y al crecimiento y se van a comer beneficios de las empresas, lo que a su vez influirá en la cotización de éstas.

Pero el problema, ahora, no está en las bolsas, sino en el mercado de bonos. Y ese es un signo de que las cosas están yendo a peor. "El mercado de bonos es una cosa muy complicada", dijo Trump el miércoles. Otros lo ven de manera más dramática. El cerebro electoral de Bill Clinton, James Carville, dijo en 1993 que "siempre pensé que, si la reencarnación existiera, querría volver a la Tierra como presidente, como Papa o como estrella del béisbol. Pero ahora quiero volver como mercado de bonos, para dar miedo a todo el mundo". Carcille sabía de lo que hablaba. La reacción del mercado de bonoo a las primeras medidas de política económica de Bill Clinton le obligaron a echar al ex senador Loyd Betsen del cargo de secretario del Tesoro y reemplazarlo por un hombre de Wall Street -Robert Rubin, co-CEO de Goldman Sachs- para derechizar su política económica. Tres décadas después, la izquierda demócrata sigue sin pedonar a Clinton.

Que el tarifazo de Trump esté llegando a los bonos es un salto cualitativo, porque afecta a la financiación de EEUU e incluso puede cuestionar de algún modo en el futuro el papel del dólar como moneda de reserva. Eso recorta el margen de maniobra del presidente de EEUU, y hace que entre en liza un elemento más complicado: su personalidad y sus creencias. Trump cree firmemente en los aranceles. Eso hace que esta crisis haya sido autoinfligida. Decisiones como entrada en el SME, por Gran Bretaña, o del establecimiento de tipos de cambio fijos o semifijos en las economías emergentes en las décadas de los ochenta y noventa -por Indonesia y Malasia- correspondían al consenso económico.

El tarifazo de Donald Trump es como el 'minipresupuesto' de la primera ministra británica, Liz Truss en 2022, que fijaba un duro ajuste fiscal y que amenazó con provocar el colapso financiero de Gran Bretaña. Es innecesario. Eso genera la 'prima de riesgo de la imbecilidad' (moron premium) un término acuñado por Dario Perkins, de la empresa de análisis británica Global Data como consecuencia de, precisamente, el mini presupuesto de Truss.

En los últimos días han sido muchos quienes han comparado a Truss con Trump. Pero la equivalencia no es exacta. El presidente de EEUU no puede ser despedido. Trump tiene mucho margen de acción. De Liz Truss se decía que iba a durar menos tiempo como primer ministro que una lechuga fuera de la nevera. De hecho, el tabloide sensacionalista Daily Star creó una competición para ver quién duraba más entre una lechuga y la jefa del Gobierno, que ganó la hortaliza de manera abrumadora. Pero, como explicaba el jueves una persona de un gran regulador, «con su color de piel, Donald Trump no es una lechuga, sino una calabaza. Y las calabazas tardan hasta seis meses en estropearse». La crisis, así, puede durar hasta que lleguemos a la «aceptación». Bessent probablemente preferiría, en este 2025, estar en la piel de Lamont.