Los pies de Fernando Giráldez (Buenos Aires, 1952) parecen moverse solos por el Museo del Prado. Saben de memoria a dónde van, así que no tardamos en acoplar nuestros pasos a los suyos para dejarnos guiar por este doctor en Medicina hacia algunas de las obras más emblemáticas de la pinacoteca. Va a enseñarnos algunos de los mejores cuadros de la Historia, pero desde una perspectiva diferente. «Buscamos la neurociencia escondida en los pintores, lo que ellos nos enseñan del tema», dice sobre el objetivo de nuestra visita mientras se lanza hacia el laberinto de salas desde la entrada de los Jerónimos.
Giráldez acaba de publicar su primer ensayo de divulgación, Un neurocientífico en el Museo del Prado (Paidós). Y el neurocientífico del que habla el título es él, así que nos estamos dejando llevar por un espacio y un tema que nuestro guía conoce mejor que nadie. «Hace dos años y medio o tres, prácticamente vivía en el museo», confiesa sobre su investigación. Quería entender cómo se convierten las pinceladas sueltas de una superficie plana en una imagen con sentido para el observador. Descubrió que los grandes maestros habían captado el funcionamiento del cerebro siglos antes que los científicos. «Los pintores clásicos son neurocientíficos intuitivos, porque necesitan averiguar las reglas con las que vemos y construimos el mundo para devolvernos ilusiones», explica al pasar junto a El jardín de las delicias de El Bosco. «En cierto modo, han sido capaces de hacer ingeniería inversa del sistema visual. Exploran cómo ellos mismos pintan y, a partir de ahí, acaban descubriendo qué técnicas son mejores para recrear el espacio o transmitir dinamismo».
En la visita no da tiempo a apretujarse entre el grupo que la mira absorto, pero en el libro sí dedica alguna observación a la escena que hemos visto por el rabillo del ojo: «El Bosco inventa objetos extraños, extravagantes, anómalos o irreales. Es un golpe magistral desde el punto de vista perceptual, porque reta al cerebro a categorizar en los límites de sus posibilidades».
Sepa que si su cabeza ha echado humo tratando de identificar todo lo que hay en el retablo, el incendio estaba en sus neuronas cara (face cells) y neuronas objeto (object cells): ellas son las que hacen ese trabajo.
Giráldez no tarda en llevarnos hasta el primer cuadro de nuestro itinerario: El descendimiento, de Rogier Van der Weyden. Pero, claro, usar este verbo con propiedad requiere una pregunta previa...
- ¿Qué es ver?
- Reconstruir en el cerebro lo que está fuera de nosotros. Eso no tiene nada de obvio, depende de muchísimas cosas y, sobre todo, de millones de neuronas.
Los ojos forman parte del proceso, pero funcionan más bien como una prolongación de nuestra materia gris; sería algo así como el periscopio que el cerebro, atrapado dentro de un cráneo, necesita desplegar hacia el exterior. Un 2% de su retina es la fóvea y la usamos para distinguir con nitidez los colores y las formas; el 98% restante es la retina periférica, capta las cosas en baja resolución y detecta espacio y movimiento. Quédese además con otra idea prestada del libro de Giráldez: la forma y el color se procesan en una parte de su cerebro; el espacio y el movimiento en otra.
"Ver es reconstruir en el cerebro lo que está fuera de nosotros y depende de millones de neuronas"
Esto sirve para comprender mejor lo que explica el científico ante el lienzo de Van der Weyden. «Esta manera de pintar es para la fóvea. O sea, para ese 2% de la retina con el que nosotros identificamos las cosas», dice sobre cómo apela el pintor a nuestra agudeza visual, la que emplearíamos para buscar a Wally entre una muchedumbre o a un panadero miniaturizado en una pintura de Brueghel el Viejo. Con un gesto de su mano, nos anima a acercarnos más al cuadro para apreciar el minucioso estilo del maestro flamenco: «Intenta pintar la realidad como es, reflejarla como un espejo. Casi que puedes coger una lupa y ver cómo están pintados todos los pelitos. La precisión nos da sensación de realidad; identificamos las cosas sí, pero nos parecen estáticas, como si fuera una escultura. De hecho, muchas de estas obras se hacían en pintura como alternativa a las esculturas: éstas eran mucho más caras».
La intencionalidad del desenfoque
Francisco Herrera el Mozo pintó ‘El sueño de san José’ como si fuera una fotografía movida: la borrosidad de unos pocos puntos en contraposición con la visión nítida de otros simula el estímulo que recibe la retina cuando fijamos la vista en un punto en movimiento.
-¿Por qué ese choque entre realismo y movimiento?
-Lo que tiene escondido este cuadro es el conflicto entre los dos sistemas del cerebro, el de detección de objetos y el de computación del espacio y el movimiento. Los rojos de las prendas de la Magdalena y Nicodemo, aunque parecen más brillantes, no se distinguen del fondo si los viéramos en blanco y negro. Esto le da una vibración muy especial a la obra sin que nos demos cuenta conscientemente del motivo.
En nuestra siguiente parada pasa algo parecido, pero con un pintor más moderno que intenta capturar la realidad desde la técnica opuesta. Estamos ante una de las obras más emblemáticas de Sorolla. Primero se sitúa lejos: «Aquí están los niños en la playa, ¿no?». Asentimos: vemos a los chicos claramente. Luego nos lleva a sólo unos centímetros del lienzo: «Desde esta distancia, la lupa te destruye el cuadro. Realmente, no hay nada; el mar, en realidad, son brochazos».
Su mirada está llena de admiración hacia Sorolla. Sólo trata de mostrarnos cómo la intención del artista se ha desviado del estilo foveal que Van der Weyden aplicaba con pincel fino. Sorolla prefiere la vitalidad al realismo y por eso se dirige al otro interlocutor ocular: «Aquí no interesa el detalle, son brochas largas y aplicadas de lejos, porque está pintando para la retina periférica, con la que normalmente vemos el mundo».
Entre el van der Weyden y el sorolla hay unos 450 años, pero evolutivamente somos el mismo observador. Por eso, nuestro sistema perceptivo escindido en dos sigue jugándonos malas pasadas. «La pierna del niño que vemos marrón, si la pones en blanco y negro, desaparece otra vez. El sistema de computar el movimiento y el espacio del cerebro se lía porque no ve nada al haber contraste de color, pero no de luz».
Las lecciones de este médico tienden puentes entre la biología y el gozo que uno siente al contemplar las obras. «No hay arte sin apelar a unas ciertas reglas perceptuales, a esa gramática con la que el cerebro procesa la información sensorial. La experiencia estética sería algo así como la resonancia que experimentamos entre la obra y nosotros mismos», explica.
Giráldez aprieta el paso para llevarnos a El sueño de san José, de Francisco Herrera el Mozo, donde a primera vista -los acompañantes empezamos poco a poco a entender- apreciamos la intencionalidad del desenfoque. San José duerme con el rostro apoyado en su mano izquierda, envuelto en una nebulosa que representa el resultado onírico de su imaginación.
Textura óptica: pura magia
Una combinación de las señales de tamaño y altura en ‘Una huelga de obreros en Vizcaya’, de Vicente Cutanda, se convierte en un eficaz instrumento para crear profundidad. El cerebro detecta inconscientemente que los cuerpos, los gorros y los brazos se van haciendo pequeños.
-Esto apela a nuestra amiga, la retina periférica...
-Exacto, es como una fotografía movida. O sea, esta idea de que tienes que pintar movido para que después tú lo veas natural.
-Tu libro dice que nunca estamos quietos del todo...
-No hay nada que esté quieto, ahora mismo tenemos una vibración constante. Tú me miras mientras respiras y yo me estoy moviendo. Así que el cerebro está siempre inmovilizando las cosas.
La sala 9 está poblada por muchos otros cuadros, casi todos de temática religiosa. Giráldez nos invita a reflexionar sobre lo que vemos: «Fijaos en todas estas vírgenes, en todos estos santos: esta gente estaba allí, eran reales a ojos de quienes veían el cuadro y los fieles incluso hablaban con ellos. Es lo que los estudiosos del arte llaman la presencia. Nos puede extrañar, pero en aquel momento era como su YouTube o TikTok».
De vuelta al cuadro de Herrera el Mozo, el neurocientífico explica el porqué de la espiral que adopta El sueño de San José: «Es como las líneas de acción que se hacen en los cómics para representar el movimiento. Esta especie de torbellino equivale a cuando te acercas o alejas de algo, porque la retina es un plano curvo y las líneas se proyectan cóncavas sobre ella».
Toda esta actividad neuronal hace que la observación de un cuadro no sea pasiva. Más bien al contrario. «Cada acto de visión supone recibir información de la retina y, simultáneamente, proyectar sobre ella la información ya presente en el cerebro», escribe Giráldez en el libro. Y, para hacer aún más entretenida la reflexión, cita a Oliver Sacks: «Cada acto de percepción es en cierto modo un acto de creación». ¿Somos entonces coautores de los cuadros de Velázquez? En cierto sentido sí: Las meninas son, en su cabeza, parecidas a Las meninas del vecino, pero no exactamente iguales.
En otra sala, nos esperan los personajes del Pentecostés del Greco. El neurocientífico que Doménikos Theotokópoulos llevaba dentro se manifestó a través de las combinaciones de colores elegidas para los mantos de la Virgen y los Apóstoles. Giráldez señala hacia las túnicas: «Ahí su pincel opone rojo y verde; y ahí amarillo y azul: estas son las oposiciones naturales de nuestro sistema visual. Para computar el color en el cerebro hacemos pares. Por ejemplo, cuánto rojo contra cuánto verde. Esto permite al cerebro computar el contraste independientemente de la luz que incida».
Oposición de colores en El Greco
El uso del rojo-verde y azul-amarillo como elementos opuestos se aprecia en el ‘Pentecostés’ de El Greco, empleado por éste para ensalzar la prominencia de los mantos y el halo de la paloma. La fisiología de la visión le permite al maestro ‘traducir’ sus símbolos.
Decimos adiós al Pentecostés y, por la forma de hablar de Giráldez, dijérase que ha dejado lo mejor para el postre: «Para mí, el gran hallazgo ha sido Tiziano. Es un poco el origen de toda esta pintura moderna; de este tipo de pincelada artística, del pintar con mancha. Crea una vitalidad que antes no se había conseguido recrear. Está pintando de acuerdo a nuestra manera natural de ver, simulando la forma de ver con poco detalle de la retina periférica».
El neurocientífico tuerce hacia una de las galerías principales del Museo del Prado, donde espera encontrar La gloria, el cuadro que pintó el veneciano para Carlos V. Sin embargo, cosas del directo, su atención es captada de inmediato por un cuadro del Greco traído para una exposición temporal: La asunción de María. «Fíjate en eso: traes aquí a alguien de China o de Perú, de donde sea, y seguro que también alucina. Este es el impacto de medio segundo que tiene el arte: ¡es que tú ves ahí a una señora volando! Para empezar a hablar de la asunción tienes que convencer a la peña de que esa mujer está flotando en el aire y que tus sentidos se lo traguen», improvisa nuestro guía.
El flash que Giráldez ha experimentado con la visión de La asunción puede que dure lo que un parpadeo, pero es un pestañeo que lo marca todo: «Esos 400 milisegundos son lo que tardamos en formar una imagen y esa primera sensación es consustancial al arte. Si tú le quitas ese saber llegar a los sentidos, la pintura se convierte en una descripción, pierde vitalidad. Ahí, en ese nexo, se tocan la biología y el arte».
Para engañar a la mente y atraer la mirada hacia donde él quería, el Greco desproporcionó la relación de tamaños entre las piernas de la Virgen y su torso. Los grandes maestros, como buenos magos, hacen ilusionismo con su paleta de colores. Y lo mismo se puede decir de La gloria: «Los personajes que hay arriba [el Padre y el Hijo de la Trinidad] y la Virgen son mayores de lo que deberían ser si estuvieran más lejos. Ese efecto trae las imágenes al frente, te las acerca y, al mismo tiempo, las pone detrás de la nube, con lo cual genera una especie de hueco en el centro del cuadro».
No hay tiempo para más. Llega una vigilante: «Son las ocho, vamos a cerrar». Se queda uno con ganas de más cuadros y más neurociencia. Pero debemos salir ya, por la puerta de Goya, para ingresar en la lluviosa tarde de Madrid. Mientras estábamos dentro las gotas que caen del cielo han pintado el paisaje de gris.