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40 años de la boda del siglo: Carlos y Diana, los príncipes que fueron ranas

40 años de la boda del siglo: Carlos y Diana, los príncipes que fueron ranas
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Las almibaradas crónicas de aquel gran día subrayan que «la novia no lloró, pero estuvo a punto de hacerlo» mientras daba el sí quiero a Carlos de Inglaterra. Lo que nadie podía saber entonces es que Diana Spencer debía de tener el lagrimal seco de la llantina que se había pegado la noche anterior, una de las peores de su vida, que pasó prácticamente sola en los apartamentos de Clarence House en los que la habían confinado hasta el momento de convertirse en princesa de Gales. Se lo confesaría con los años a una de sus amigas. Lloró y lloró, sintiéndose como si estuviera «a punto de ir al matadero».

No pudo dormir demasiado porque los últimos preparativos comenzaron temprano la mañana del 29 de julio de 1981. La soledad de la víspera trocó en un ir y venir de todo un ejército de lacayos, asistentes de los diseñadores de su vestido nupcial -una oda al mal gusto, creación de los emergentes Emanuel-, de maquilladores, peluqueros y un largo etcétera. Diana Spencer, la dulce, la ingenua, la encantadora, la perfecta novia... ya sabía que su boda era una farsa. Tenía claro que el futuro rey de Inglaterra ni la quería ni ganas que tenía de intentarlo. Él seguía encoñado hasta las trancas del amor de su vida, Camilla Shand, entonces ya Parker Bowles -apellidos de quien era su marido desde 1973-.

Seguramente esa mañana del 29 de julio Diana tenía menos ganas de casarse que de cualquier cosa. Y lo mismo el primogénito de Isabel II. Tanto daba. Demasiado tarde. Eran los protagonistas de ¡la boda del siglo! Sus sentimientos ya no contaban. Nada podía fallar en la impresionante coreografía de una de las jornadas más importantes para la Monarquía británica que tenía al pueblo en estado de frenesí y que iba a concitar la atención de más de 750 millones de personas en todo el mundo a través de los televisores, un récord que sólo sería batido en 2011 con motivo de la boda del hijo mayor de nuestros protagonistas, Guillermo, con Kate Middleton.

Treintañero y solterón

Carlos de Inglaterra había cumplido los 30 años. Desde hacía más de tres siglos ningún príncipe de Gales había llegado soltero a esa edad. Su matrimonio era por supuesto un asunto de Estado y no menor. A los Windsor les dolía la cabeza por los derroteros que llevaba. Si al principio a todos les había parecido bien que hiciera caso de su tío segundo, y segundo padre para él, lord Mountbatten -«echa todas las canas al aire que puedas antes de sentar la cabeza»-, la obsesión que mantenía por Camilla resultaba preocupante. Carlos había coqueteado con otras mujeres. Y el propio Mountbatten hizo sin éxito de celestino al intentar unirle a su nieta Amanda Knatchbull. Pero nada. Ninguna era para el príncipe como Camilla, a quien había tenido que renunciar porque pertenecía a una familia sin abolengo aristocrático, de tradición católica y tenía muuuucho pasado, esto es, ya no era virgen cuando la conoció.

Carlos protagonizaba las portadas de los tabloides al lado de una jovencita distinta cada dos por tres. Y el duque de Edimburgo acabó tomando cartas en el asunto, obligando a su hijo a casarse con Diana. Se cruzaron en el verano de 1980, cuando ella contaba con 19 años. En realidad, el heredero la conocía de antes, porque había mantenido un breve romance con su hermana mayor, Sarah. Pero hasta ese momento no la había visto como a una mujer. De pronto, la que seguía siendo una tímida muchacha, había pegado el estirón y se desprendía de las redondeces que tanto la habían acomplejado de niña. Diana ejerció como paño de lágrimas del príncipe, abatido por la pérdida de Mountbatten, el hombre más importante de su vida, víctima de un atentado del IRA en 1979.

La insípida Diana nunca despertó pasión alguna en Carlos. Y muchas biografías dudan de que ella llegara a enamorarse de él. Al fin y al cabo, apenas se vieron unas cuantas veces antes del gran día, media docena en los cinco meses entre el anuncio oficial de la boda y el gran día. Lo que sí se sabe hoy es que Diana se sintió fascinada por la idea de ingresar en la familia real y de convertirse algún día en reina. Se dejó llevar por los delirios de grandeza al verse protagonista del mayor cuento de príncipes y princesas de todos los tiempos, según largarían sus antiguos compañeros de piso de soltera. Su carácter era sumamente complicado. Inexperta en todos los sentidos, estaba llena de inseguridades y ansiaba cariño de un modo enfermizo. El divorcio de sus padres la había traumatizado, a lo que se sumaban terribles complejos en una adolescencia nada fácil. Y, antes de esa mañana del 29 de julio de 1981, cuando ya había comprendido la dimensión de la responsabilidad que asumía y el hecho de que su matrimonio fuera a ser «cosa de tres», se agudizaron sus problemas de bulimia y anorexia, que el príncipe Carlos no descubriría hasta después.

ANTE TODO, VIRGEN

Pero entonces el pueblo británico, y el mundo entero, solo veían a una adorable pareja que renovaba la magia, la mística y la poderosa sentimentalidad de la monarquía. Diana era la novia perfecta: joven, guapa, perteneciente a una familia de la nobleza, protestante... ¡y ante todo una purísima virgen! Y, encima, los súbditos de los Windsor babeaban ante el hecho de que por primera vez en siglos su futuro rey escogiera como esposa a una inglesa.

La BBC, en un despliegue sin precedentes, colocó 60 cámaras que captaron hasta los detalles más nimios en el recorrido nupcial y en los principales escenarios del histórico acontecimiento, sobre todo Buckingham y la catedral de San Pablo. Ésta se escogió en detrimento de la abadía de Westminster por sus dimensiones colosales, que dieron cabida a los más de 2.500 invitados.

Un millón de londinenses y turistas curiosos se agolparon alrededor del Mall, la principal avenida de la capital británica, para vitorear a los novios a su paso en carroza y a toda la comitiva nupcial; los más afortunados desde lugares estratégicos previo pago de 180 libras. Como ocurre con cualquier acontecimiento de la Corona inglesa, se hizo negocio con todo. Y, así, aunque el montante de la boda le costó al erario el equivalente a 100 millones de euros actuales, lo que generó para la economía del país aquel año superó con mucho esa cantidad.

CRISIS CON ESPAÑA A CUENTA DE GIBRALTAR

La procesión, como ahora sabemos, los protagonistas la llevaban por dentro. Pero en aquel colosal escaparate público todo fue «pompa y rosas», como se leía en los periódicos de todo el globo. Sólo un país se revolvía algo contra tal empacho de felicidad y espectacularidad teatral de la Pérfida Albión: España. Como consecuencia de la crisis diplomática que había provocado saberse, casi en vísperas de la boda, que Carlos y Diana iban a volar hasta Gibraltar, para embarcar allí en el yate real Britannia. a bordo del que recorrerían medio mundo en viaje de novios. Los Reyes Juan Carlos y Sofía tuvieron que devolver las invitaciones de boda y se perdieron el acontecimiento que reunió a una de las mayores representaciones de testas coronadas y presidentes de repúblicas de todos los tiempos.

Las luces se apagaron cuando a primera hora de la tarde de aquel 29 de julio los recién casados se subieron a un landó descapotable rumbo a Waterloo Station, desde donde se trasladaron en tren a una casa de campo al sur de Inglaterra para refugiarse unos días. Probablemente Carlos y Diana comprendieron allí que la boda que había servido para dar al pueblo sus dosis necesarias de encantamiento y disparar la popularidad de la Corona, a ellos, príncipes de Gales, les acababa de convertir en ranas. Varios años soportaron una situación que les consumía. Y cuando todo estalló provocó uno de los mayores terremotos en la monarquía. Pero eso ya es otra historia. Aquel día de hace hoy 40 años llegamos a creernos que eran felices y que comían perdices.

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