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El Rey Juan Carlos quiere soplar y sorber a la vez

Es un sinsentido que se diga que quien sigue siendo integrante de la Corona pueda ir por libre

Imagen de archivo del Rey Juan Carlos con Miguel Ángel Revilla.
Imagen de archivo del Rey Juan Carlos con Miguel Ángel Revilla.Bruno Moreno
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Del nuevo tiro en el pie que se ha pegado el Rey Juan Carlos, a cuenta esta vez de su surrealista demanda contra el bocachanclas de Revilla, si dejamos de lado la cuestión de fondo -como decía en aquella cinta Liam Neeson, con tono shakespeariano, "el honor es eso que nadie puede darte ni quitarte, es un regalo que el hombre se hace a sí mismo"-, lo más preocupante vuelve a ser la situación tan comprometida en la que coloca una y otra vez a la Corona. Desde Zarzuela se vieron obligados de inmediato a salir al paso para aclarar que Don Juan Carlos actúa por libre, sin poder disimular el malestar generado por otra decisión mostrenca que empuja a que durante meses se vuelvan a rememorar hasta la saciedad todas aquellas conductas no ejemplares por las que a Felipe VI no le quedo más remedio que condenar a su padre en marzo de 2020.

El episodio constata una vez más el nulo respeto del Rey a quien llamamos Emérito por un principio medular inalterable en todas las dinastías reales: el de la obediencia debida al titular, esto es, al jefe de la Casa, que desde hace una década no es sino Don Felipe. Las decisiones del cabeza que conciernen a los miembros de su familia no se discuten en público, no se desafían, se acatan con responsabilidad. Porque, de lo contrario, se contribuye gravemente a erosionar ese poder intangible que es el bien más preciado con el que cuenta todo monarca parlamentario en las democracias modernas, despojado como está de todos los poderes efectivos, la auctoritas.

La deslealtad, otra idea fuerza tan shakespeariana, ha estado por desgracia muy presente en la relación del Rey Juan Carlos con su hijo desde que el primero decidió expatriarse en Abu Dabi. Es tan frágil la memoria que se olvida cómo en abril de 2014, apenas unas semanas antes de la histórica abdicación, la Monarquía sólo lograba el 3,72 en una escala del 0 al 10 ante la pregunta del grado de confianza que tenían los españoles en las principales instituciones del país, según el Barómetro de un CIS en el que aún no había puesto sus manazas Tezanos. Esto es necesario repetirlo sin cesar para que se entienda bien tanto qué pasó con el honor herido por el que ahora lucha el Emérito como qué urgencias tenía su sucesor en sus primeras tomas de decisiones.

Con todo lo que ha llovido, que nuestro ex jefe de Estado fuera por libre, indomable e impertérrito, poco daño causaría ya a la institución que abanderó durante casi cuatro décadas si no fuera por una absurda trampa autotendida por nuestra Monarquía, con la inestimable colaboración de un indolente Legislador que no nos cansaremos de repetir se viene demostrando desde el 78 absolutamente irresponsable en lo que afecta a la primera de nuestras instituciones. Y es que en la opinión pública ha calado la idea de que la Familia Real está compuesta hoy por seis miembros -hubo que abundar en ello en su momento para apartar convenientemente a la Infanta Cristina y a su marido-, uno de ellos Don Juan Carlos. Y de ahí que, por más que lleve un lustro retirado de toda actividad institucional y que no perciba ninguna asignación oficial, no cabe sino establecer el silogismo de que cuanto hace afecta irremediablemente a la Corona.

La realidad es que en España, a diferencia de lo que ocurre en otras Monarquías de nuestro entorno, ni está regulado quiénes forman parte de la Familia Real, ni mucho menos algo tan esencial como las vías por las que se puede perder tal condición. El Real Decreto 2917/1981, de 27 de noviembre, sobre Registro Civil de la Familia Real, sirvió como asidero tras la proclamación de Felipe VI para presentar "una Monarquía renovada para un tiempo nuevo". Pero está de sobra subrayado que aquella norma se aprobó en su momento atendiendo exclusivamente a una situación de hecho muy concreta y que agarrarse a su literalidad como si tuviera alguna validez significaría dar por buenos supuestos tan ilógicos como por ejemplo que Doña Letizia no habría formado parte de la Familia Real hasta que su marido se convirtió en Rey o que no lo será quien en su día la Princesa Leonor escoja como cónyuge, etecé.

En conclusión, si soplar y sorber a la vez no puede ser, no cabe que nadie a quien se tenga por miembro de la Familia Real vaya por libre sin perjudicarla gravemente. Y esto es lo que vuelve a pasar con el sainete revillesco del Emérito. Ejemplaridad máxima exigía estar al frente de la Corona y la exige a todo aquél que siga integrándola.