No conozco a ningún lector de El odio, el libro de Luisgé Martín sobre el asesino José Bretón, que presuma de no haberlo leído. Por lo cual, entiendo que todos los tertulianos que han dedicado horas a sus páginas presumiendo de no haberlo leído, efectivamente, no lo han leído. Hastiado como estoy del qué dirán, y apenado porque no poseo la capacidad de estos oráculos de las letras que censuran previamente y, sobre todo, censurarían posteriormente, he leído el libro de Anagrama.
La escritura de Luisgé Martín parece inteligente: El odio no lo ha escrito un piernas. Es la obra de un hombre diagnosticado con «complejo de inferioridad sobrecompensador o, dicho en palabras claras, inestabilidad emocional que se cura con rabia (...). Cuando uno siente que no es querido, las leyes morales del mundo desaparecen». En esta confesión del autor sobre sí mismo brota la concepción del libro, porque no hay en sus capítulos un retrato de Bretón, sino jirones de la vida de ambos protagonistas. Los pensamientos oscuros de Martín evalúan las palabras de Bretón. Sus vidas se entrecruzan en paralelismos que asustan. Se complementan. Y se entienden. No me interesan las vanidades; y la vanidad de autor y asesino son el hilo conductor de El odio.
Dirán ustedes: qué es lo que permite empatizar de esta manera con quien quemó a sus hijos en una parrilla para matar a su ex mujer para el resto de su vida. Supongo que la humanidad, y la falta de ella, esencia, al parecer, de la misma humanidad. Martín se muestra misericordioso con Bretón. No lo hace escondiendo su delito, del que consigue una confesión [¿a qué aspiraría la superioridad del periodismo sobre la literatura si entrevistase hoy a Bretón?]. Lo expurga a través de frases que sólo se pueden entender desde la óptica de quien quiere sonar aséptico: «El deseo de matar a uno de esos niños que chantajean constantemente a sus padres (...) es comprensible y hasta legítimo», escribe en un libro que va de un tipo que ha asesinado a sus dos hijos. Pero el supuesto estado libre de infección -«no me habría atrevido a mortificar a Ruth con indagaciones»- es la contradicción que peor navega El odio: no se puede esquivar la roña del dolor cuando se chapotea así en las entrañas.
Luisgé Martín escudriña en lo que Bretón le deja. Vincula sus relaciones amorosas, sexuales y de sus padres con el asesinato de sus hijos. En muchos pasajes, se desliza que si su mujer le hubiese contestado a una carta final, los niños estarían vivos. Los mató por «impaciencia».
No considero, en fin, que el autor crea al asesino, pero sí me creo su discurso oficial: le interesa su verdad, sea inventada o criminal. Eso me gusta de Martín, tengo que admitirlo. Y yo entiendo que a un tipo al que no le interesa la verdad, sino la verdad de un asesino, no constate las versiones con más experto que un grafólogo, de cuya ciencia reniega.
El final de El odio, por cierto, ese momento en que Luisgé posa su mano sobre el cristal de la cárcel que lo separa de José y este no le corresponde, es el resumen preciso de lo que se acaba de leer. Describirlo es la mayor muestra de egocentrismo por parte del autor; también de honestidad. Ese es, para mí, el único motivo para negar el libro.