No hay acuerdo sobre la resignificación del término anfitrión, si bien se acepta que su origen está en aquel mitológico rey de Tirinto, Anfitrión, famoso por los generosos banquetes que ofrecía en palacio a sus invitados, aunque más aún por que Zeusse hiciera pasar por él aprovechando su ausencia para gozarse a su bella esposa.
El caso es que lo de ser anfitrión se ha refinado cada vez más y, llevado a su máxima expresión, es algo fundamental en las relaciones internacionales. El peso de una nación y su consideración en la sociedad global vienen determinados en buena medida por los huéspedes que recibe. Lo vemos estos días, sin ir más lejos, en ese inquietante Despacho Oval por el que desfilan como corderos hacia el matadero los líderes mundiales a hacerle la reverencia a Trump, o lo comprobamos de continuo en París, donde un Macron en horas bajas nunca desaprovecha la ocasión, como volverá a hacer hoy mismo, de erigirse en anfitrión para la cumbre de mandatarios que sea, con tal de que Francia siga siendo identificada con su gloriosa grandeur. De ilusión también se vive.
No hace falta abundar más para entender que, así las cosas, el Reino de España vive en una anomalía inexplicable cuando va ya camino de ¡dos años! sin acoger una visita de Estado, esto es, sin recibir a ningún líder extranjero en un viaje del máximo rango diplomático. El asunto nos sitúa una vez más ante el desastre que domina hoy el ministerio que dirige Robespierre Albares, más preocupado en jugar al Gran Hermano con nuestros embajadores que en afinar las líneas maestras de una política exterior que dé su lugar a España. Pero la cosa deja también a los pies de los caballos al Rey, como representante máximo de lo que aquí nos ocupa. Sabido es que, desde su llegada a La Moncloa, Sánchez ejerce como el jefe de Estado que no es en su ambición de estadista que recorre el mapa mundi, negándole a Don Felipe el pan y la sal. Si a la vez la Monarquía no recibe visitas de Estado, blanco y en botella, su papel en política exterior se reduce a la minimísima expresión.
Tienen los Reyes en su agenda de esta semana un encuentro, bien importante en el actual contexto trumpiano, con el presidente egipcio Al Sisi. Uno de los dirigentes que, a cuenta gotas, se dejan caer en los últimos tiempos por Madrid, aunque no es su llegada tampoco una visita de Estado, con todo lo que comporta. Para empezar, en formas protocolarias, que en esas ocasiones han de ser exquisitas. Bien está subrayarlo en estos días en los que todo un presidente de la primera democracia recibe como un cowboy sin modales a sus invitados, creyéndose hasta con el derecho a humillarles como hizo días atrás con el rey de Jordania. Cómo vamos a echar de menos el mundo de ayer de Zweig.
Pero volviendo a España. Alguna explicación habría de dar Albares de por qué nuestra última visita de Estado fue la del presidente de Colombia, quien, pese a recibir todos los honores ahora arremete como un loco contra la llegada a uno de sus puertos de la Princesa de Asturias. Más nos valdría un reseteo en Exteriores de arriba a abajo y que repensemos nuestras relaciones bilaterales, en vez de pretender organizar cumbres como la iberoamericana en la que, a lo peor, y a este paso, al Rey le toca hacerse la foto solo con el primer ministro andorrano.