Espero que esta columna llegue a imprenta antes de que la borre el fiscal general del Estado. Siento que todo lo deleble peligra ante el señor García Ortiz. ¡Qué afán borrador descontrolado! Esta semana hemos sabido que no sólo eliminó todos los mensajes de WhatsApp de su teléfono móvil, sino también la cuenta personal de Gmail en la que quiso recibir el correo incriminatorio del novio de Isabel Díaz Ayuso. Es una suerte que el correo postal esté en desuso, porque García Ortiz ya le habría prendido fuego al buzón amarillo si por allí hubiera pasado algún escrito inconveniente.
Cuanto más sabemos de su conducta en los días clave, más complicado resulta creer en su inocencia. En su defensa, los sofistas juegan la carta del escepticismo: no sabemos qué información circulaba en esos mensajes ni por qué los borró, ergo no podemos concluir su mala fe. Obvian que sí sabemos cuándo los borró, y que algunos mensajes sobreviven en móviles ajenos. Sostener que el fiscal general borró emails y mensajes para destruir pruebas incriminatorias no es una hipótesis más, sino eso que los pedantes llamamos la inferencia a la mejor explicación. No sabemos si el fiscal general del Estado ha cometido un delito de revelación de secretos, pero por su conducta podemos inferir que él piensa que sí.
El fiscal es consciente de la fragilidad de su posición, por eso su estrategia de defensa no está orientada a ser declarado inocente del delito, sino víctima de un abuso judicial. Pretende que su implicación en el crimen se vuelva irrelevante cuando se constate que sus derechos han sido vulnerados; García Ortiz lo fía todo al Tribunal Constitucional. Es una maniobra legítima, y en virtud del patrón que venimos observando, prometedora. Pero tiene riesgos: las instituciones son piezas de dominó alineadas y lo deseable, cuando una se tambalea, es separarla para evitar el derribo en cadena. En su ruta hacia la absolución, García Ortiz ya ha deshonrado a la Fiscalía, pretende deslegitimar al Supremo y terminará minando la ya exigua credibilidad del Constitucional. Todo ello con la aquiescencia del Gobierno, que lo jalea como si el caso no fuera más que un duelo de egos entre el fiscal y el entorno de Ayuso. Ante el riesgo de metástasis institucional, lo único que les importa a algunos es salvar el orgullo del partido.