Con el terrible número de víctimas creciendo aún, y con las espeluznantes imágenes vivas en nuestras retinas, todavía es pronto para hacer un diagnóstico preciso de las causas de tanta calamidad. Pero sí que podemos adelantar una primera reflexión sobre el origen de las DANA, de los parámetros que contribuyen a su agravamiento y sobre qué lecciones debemos aprender para paliar en el futuro los efectos de estos eventos tan catastróficos.
Una corriente en chorro (jet stream) es una masa de aire que circula a alta altitud por la atmósfera de un planeta. No es un fenómeno exclusivo de la Tierra. Las peculiares bandas coloreadas de Júpiter o el Hexágono del polo norte de Saturno son fenómenos determinados por este tipo de corrientes atmosféricas. En el hemisferio norte de la Tierra, hay una corriente de aire polar que circula a una altitud de entre 7 y 12 kilómetros, tiene una longitud de muchos miles de kilómetros y unos centenares de kilómetros de anchura, pero un espesor de tan solo unos pocos (entre 1 y 5) kilómetros.
Esta corriente en chorro del hemisferio norte es de aire muy frío, circula de oeste a este y tiene una forma serpenteante, con ondulaciones pronunciadas. Cuando una de estas ondulaciones forma un ramal descendente en latitud, puede desprenderse del chorro principal para formar una depresión aislada que desarrolla su propia circulación: se trata de una Depresión Aislada en Niveles Altos o DANA.
Vemos, pues, como una DANA es una gran burbuja de aire polar que puede viajar a bajas latitudes donde se verá rodeada por aire caliente. El gradiente vertical de temperaturas hace que el aire caliente más húmedo y menos denso, que se encuentra en la superficie terrestre, tienda a subir. Al encontrarse con el aire muy frío de la DANA en altitud, el vapor de agua ascendente se condensa de forma brusca e incluso puede helarse, lo que ocasiona las lluvias repentinas y muy intensas y, a veces, violentas granizadas.
En el Mediterráneo, durante los meses de septiembre a noviembre, el viento de levante transporta mucha humedad y, cuando se encuentra con el relieve montañoso del interior, se eleva en altura aportando aire caliente y húmedo a las capas altas de la atmósfera. Esto contribuye a la formación de esos trenes convectivos que desatan las lluvias torrenciales. Fenómenos similares pueden suceder también más al interior de la Península.
Por supuesto, cuanto mayor es la diferencia de temperaturas entre la burbuja de aire frío y el aire caliente ascendente, más repentino y violento será el fenómeno. Así que cuanto más se caliente la superficie de los océanos y de los mares, más frecuentes y más bruscos serán estos episodios.
No se puede asociar directamente esta DANA al cambio climático global. Sabemos que han sucedido otros episodios similares, también muy violentos, por ejemplo en los años 1879 (riada de Santa Teresa), 1957 (riada de Valencia) y 1982 (pantanada de Tous). Para establecer una relación directa con el cambio climático habrá que realizar un estudio cuantitativo de cómo van evolucionando estos eventos, con qué frecuencia y con qué características. A la espera de ese estudio, ya que el contraste de temperaturas está en su origen, lo que sí se puede avanzar en términos muy generales, es que el calentamiento galopante que venimos sufriendo en la superficie terrestre puede contribuir al agravamiento de las DANA.
Pero el cambio climático no es el único ingrediente que amplifica y agrava los desastres producidos por una DANA. No hay que olvidar, por ejemplo, el efecto pernicioso que puede tener una orografía desfavorable. Y es que los suelos tienen una capacidad limitada para absorber el agua de lluvia. Cuando esta capacidad se ve superada, el agua desbordada ocasiona esas escorrentías superficiales que pueden ser más o menos violentas dependiendo de la inclinación del terreno. El aumento de población, particularmente acusado en zonas costeras del Mediterráneo, ha llevado a construir rápidamente y a veces sin mucho cuidado en lugares próximos a cauces de ríos, barrancos y ramblas. En algunos casos, estos cauces permanecen secos la mayor parte del tiempo, quedan parcialmente obstruidos por vegetación o por construcciones o vehículos aparcados, y no reúnen las condiciones mínimas para que, cuando llega la tormenta, el agua pueda encontrar un cauce por el que fluir sin riesgos para la población.
Aunque no podamos ligar directamente esta DANA concreta al calentamiento global, este episodio puede ser considerado como un mensaje enviado por el cambio climático desde el futuro. Debemos aprender de él todo lo posible para intentar mitigar los efectos de las muchas DANA que sin duda nos esperan en un horizonte más o menos lejano. En mi opinión hay varias medidas que podemos tomar para enfrentarnos a las DANA futuras. En primer lugar, conviene identificar los lugares más vulnerables del territorio debido a la orografía y establecer normas eficaces para su urbanización dejando paso libre a las escorrentías.
Nadie duda de la espectacular mejora que la predicción meteorológica está experimentando durante los últimos tiempos y, concretamente en esta DANA, creo que la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET) está realizando un trabajo excelente lanzando las alertas con antelación y acertando sobre los territorios que se han ido viendo afectados. Pero la ciencia aún no permite afinar en las predicciones con una precisión local muy alta, identificando sobre qué punto concretísimo del territorio se producirá la lluvia torrencial, ni puede acertar con el número exacto de la cantidad de precipitación en cada punto del mapa. Sin duda la Inteligencia Artificial va a resultar de gran ayuda en el futuro para hacer predicciones más certeras y con mayor anticipación; conviene, pues, financiar bien este tipo de investigaciones. Pero, por el momento, debemos encomendarnos al saber hacer de nuestros excelentes y esforzados meteorólogos.
En lo que tenemos mucho margen de mejora es en la gestión de nuestros sistemas de alertas. En esta DANA, a pesar de que la AEMET está siendo muy clara emitiendo sus alertas rojas, queda por estudiar por qué algunos avisos no llegaron a parte de la ciudadanía afectada con la antelación debida. Necesitamos un sistema de alertas que sea sencillo y ágil, con el menor número posible de pasos y protocolos intermedios. También hay que estudiar si los ciudadanos consideramos las alertas con seriedad, si todos adaptamos nuestra actividad a las alarmas cuando suenan o si hay una fracción de la población que las desoye y sigue con sus quehaceres como si no pasara nada.
Y, finalmente y por encima de todo, debemos insistir en acotar el calentamiento global limitando nuestras emisiones de gases de efecto invernadero de manera inmediata. El calentamiento que estamos experimentando ya nos está conduciendo a grandes desequilibrios (olas de calor, sequías e inundaciones), pero todavía podríamos adaptarnos a ellos de manera moderadamente traumática. Yo no creo que existan argumentos científicos para pensar que hayamos alcanzado ya el punto de no retorno. Atajar el cambio climático y sus catastróficos efectos: este debería ser uno de los mayores compromisos de los 7.500 millones de seres humanos que viajamos en esta solitaria nave espacial llamada Tierra.
Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN) y autor de El universo improbable