INTERNACIONAL
Equipaje de mano
Opinión

Con Ucrania al frente

PREMIUM
Actualizado
Soldados ucranianos durante el funeral de un compañero.
Soldados ucranianos durante el funeral de un compañero.REUTERS

Con redoble publicitario, la proyectada Comunidad Política Europea (CPE) celebró anteayer, en Praga, su botadura. Estaban los 27 Estados miembros de la UE, más los cuatro de la Asociación Europea de Libre Comercio, los Balcanes, y hasta el Cáucaso. La lista ha dado lugar a un desbordamiento de aruspicina. ¿Qué dará de sí la presencia de la ambigua Türkiye, que sigue obstaculizando la incorporación de Finlandia y Suecia a la OTAN, y de facto no está en el radar de la ampliación? ¿Y la asistencia (e intenciones) de Reino Unido tras los titubeos sonoros de la Primera Ministra Truss y el embarramiento del panorama, incluida una petición para cambiar el nombre a Foro Político Europeo y así evitar la evocación (sensibilidad Brexit oblige) de la histórica Comunidad Económica Europea?

Convendremos que, salvo en los círculos euroescépticos radicales -que cabría calificar de euro-fragmentadores-, pocos discuten hoy que la coordinación con los países de nuestro entorno nos beneficiaría: en temas agendados (paz y seguridad; energía/cambio climático; coyuntura económica) y también en las áreas de transporte, infraestructuras, ciberseguridad, o gestión de crisis. Sobre todo de cara a las agresiones multiformes de Rusia en nuestra vecindad. Pero la amenaza, como apuntaba Londres antes de su feliz decisión de acudir, es que Praga acabe pariendo un ratón, consolidándose en una abreviatura más en la sopa de agrupaciones europeas. Y el peligro existe, no obstante la valía intrínseca de animar un ámbito regional formalizado, en el que arroparnos para debatir -y esperemos, coordinar- planteamientos que "suscriba[n] los valores compartidos principales" de nuestra andadura.

Sin embargo, más allá de las especulaciones, la mayor sorpresa es no ver reseñado lo obvio: la participación en la capital checa es un calco del Consejo de Europa (CdE), excluyendo los tres microestados de Andorra, Mónaco y San Marino... ¡y añadiendo Kosovo! Con los representantes de la Unión (Von der Leyen y Michel) acomodados en traspontín. Produce pasmo contemplar a los especialistas haciéndose lenguas de lo novedoso del constructo que habría alumbrado, en su intervención de mayo ante el Parlamento Europeo, un solitario Macron jupiterino, prácticamente ex nihilo. Así, al margen del ruido, es importante destacar que la CPE se inscribe en el empeño compartido, el espíritu aglutinador que discurre en Europa al acabar la Segunda Guerra Mundial por un doble cauce.

El primero, centrado en la resolución de la cuestión alemana (que otro baño de sangre -en cita de Robert Schuman- no solo fuera "impensable, sino materialmente imposible"), inspira la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) y evolucionará hasta nuestra actual UE. Del mismo impulso nace el CdE, cuyas credenciales remontan al famoso -bellísimo- discurso pronunciado por Churchill en la Universidad de Zurich en 1946, rematado por el "Let Europe arise". El llamamiento a una "estructura regional" intrínsecamente política (de la que destaca la compatibilidad con la ONU) rebosa aliento visionario, en términos absolutos y en comparación con el ambiciosísimo -pero eminentemente pragmático- objetivo CECA de mancomunar las materias sobre las que se asienta la guerra.

Sin perjuicio de los avatares presentes, el CdE ha respondido a ese aliento fundacional a lo largo de sus más de 70 años de travesía, contando entre sus logros la materialización de la defensa de los derechos humanos. La vesanía de Putin provocó la expulsión de Rusia en marzo pasado, recuperando -por cierto- la arquitectura churchiliana original que no la incluía.

Esta genealogía es necesaria, lector, para no caer en la tentación de pensar que, en realidad, lo que reclama haber diseñado Macron no es sino un aparcadero de candidatos a acceder a la UE (la insistencia de contrario resulta sospechosa). Más claro: una maniobra de distracción frente a la perentoriedad con la que nos interpela Ucrania.

En efecto, desde la quinta ampliación, y descontando Croacia, que consiguió colarse en el club en 2013, las instituciones bruselitas -también una mayoría de Estados miembros- vienen arrastrando los pies, jugando con las palabras en ejercicios de contorsionismo dialéctico para ocultar la carencia de determinación, el resquemor de la ciudadanía. Esta flojera ha aportado al elenco de frases célebres el surrealista desafío a la física, "the door is neither open nor closed", proclamado en 2005 por la entonces Comisaria de Relaciones Exteriores, precisamente en Kiev. Hoy, Ucrania rompe el juego; no cabe seguir aplicando la receta de marear la perdiz.

El proyecto europeo se encuentra paralizado. Estamos contra la pared. Sí, idealmente, precisaríamos una reforma de los tratados. Precedida por un nueva convención, como argumentó Von der Leyen en su reciente discurso sobre el Estado de la Unión. Pero la verdad desnuda es que no hay unanimidad para llevar a cabo tamaña empresa -ni siquiera hay consenso apreciable (según diría Giscard d'Estaing cuando presidía la convención pionera que concluyó la malhadada Constitución Europea)-.

Tampoco podemos ignorar que hay otros cinco actores (más Türkiye) formalmente en liza (Macedonia del Norte, Montenegro, Serbia, Albania y Moldavia, por orden de declaración de candidatura). Algunos llevan más de una década esperando, y se aferran a su precedencia de entrada europea. Es de razón atender a los argumentos que provienen de Tirana o Skopie: las consecuencias que generaría la sensación de quedar preterido; el percibido menosprecio de sus reformas. Pero no habrá avances para nadie si no entendemos todos la extraordinaria situación de Kiev, y las posibles consecuencias beneficiosas de la sacudida que supone su irrupción (no es casualidad que la UE iniciara negociaciones con Albania y Macedonia del Norte en julio -un mes después de abrirle la puerta a Kiev-). En el contexto presente, es fundamental mantener la singularidad y prioridad de Ucrania.

No nos engañemos: no será un proceso fácil, ya que la agresión rusa nos enfrenta a tres ámbitos de reto inexcusable que se superponen e interseccionan. Para empezar, está la guerra y el trazado de fronteras. No menos importante, la reconstrucción, que se extenderá sobre un territorio más de vez y media el alemán, con zonas totalmente devastadas. Y por fin, hemos de concretar el anclaje a futuro de esta lucha existencial para Occidente, que los ucranianos libran en nuestro nombre, por los principios basilares de nuestras sociedades.

En el campo de la defensa, enmarcado en el primero de los retos, destaca el esfuerzo liderado por Polonia y los Bálticos. En contraste, la UE -en tanto que tal- y ciertos relevantes Estados miembro -entre ellos España- no han cumplido sus compromisos.

Si hablamos de reconstrucción, la simple idea de una responsabilidad económica retrae a los ciudadanos de la Unión, que salen de una pandemia y tienen que arrostrar la inflación y una probable recesión. Y es perfectamente entendible. Dicho lo anterior, la reconstrucción del país nos concierne (existe un compromiso internacional -liderado por EEUU- de participar desde el G-7). En cuanto a cifras, un estudio elaborado por el Banco Mundial, la Comisión Europea y el gobierno de Kiev estimó las necesidades que afrontaba Ucrania a fecha de septiembre, en 349 mil millones de euros. Se trata de una cantidad inmensa. Pero para no perder el sentido de las cosas, recordemos que Berlín acaba de acordar un paquete de ayudas de Estado por 200 mil millones; también, que los fondos comunitarios de recuperación post-COVID superan 800 mil millones.

Abordemos el tercer eje planteado, que es el principal: la integración de Ucrania en el proyecto europeo, que resultará revulsiva para nuestra confusión. Que nos ha de devolver voluntad política. Que transformará a los socios tanto como a quien se incorpora. Y no será una adhesión clásica; no se tratará de cerrar los 35 capítulos del acquis, y una membresía de golpe. Es de prever un camino largo, complicado, tortuoso. Y práctico. Comenzando por compartir en las áreas más urgentes, como energía o seguridad. Aprendiendo, de quienes ahora están en las trincheras, el lenguaje del valor y el lenguaje del poder.

Sería un error dejarnos arrastrar por ideas dispersas o establecer metas sin calado, porque más fáciles de alcanzar, porque no perturban nuestro orden ni inquietan a nuestra ciudadanía. De Ucrania hemos de aprender que hay circunstancias en las que no se puede dejar de lado la ambición, por difícil que aparezca el objetivo.

Es, pues, de interés común dar espesor a la balbuciente Comunidad Política Europea. Pero no nos debe distraer de lo esencial y urgente: juntar a los 27, con las instituciones, para diseñar el encaje de Ucrania entre nosotros. Desde esta perspectiva, el Consejo Europeo de ayer -mera prolongación de la discusión del jueves- es ya una oportunidad perdida. Fuera de toda grandilocuencia, lo que está en juego es el futuro de Occidente, y por tanto nuestro futuro. Sin demora, tenemos que avanzar. Con Ucrania al frente.

Conforme a los criterios deThe Trust Project

Saber más
Café SteinerSolo un derecho
TribunaRusia, Putin y el delirio de la soberanía absoluta
AnálisisCarne de cañón para Putin