El viernes al mediodía, cuando Wall Street estaba de nuevo en rojo, camino de destruir seis billones de dólares de valor por culpa de la guerra comercial más inexplicable de la historia contemporánea, el presidente de Estados Unidos difundió en sus redes sociales un vídeo extraordinariamente bizarro, incluso para los estándares a los que ya estamos acostumbrados. En él, un partidario incondicional de su presidencia sostenía que Trump estaba reventando los mercados "deliberadamente", todo parte de un "plan maestro", "aplaudido por Warren Buffett" como la jugada más brillante en décadas para forzar a la Reserva Federal a bajar los tipos de interés, y refinanciar así la deuda del país más barato y reducir el coste de las hipotecas. El vídeo era un delirio, la mención a Buffett falsa y burda (su empresa tuvo que salir a desmentirlo pese a todo), pero que Trump lo compartiera con sus millones de seguidores mientras presionaba públicamente al presidente de la Fed, Jerome Powell, resume bien el estado de las cosas. No las razones, pero sí el caos y desconcierto.
Trump es siempre capaz de ir mucho más allá de lo que cualquiera de sus amigos o enemigos piensa, pero si en algo ha sido consistente desde al menos los años 80 ha sido en su desprecio al orden internacional, su cosmovisión proteccionista y la teoría de que todo el planeta abusa de Estados Unidos, un pagafantas económico y en seguridad que ha sido "saqueado, violado y expoliado por naciones cercanas y lejanas, amigas y enemigas". Ahora, en el segundo mandato, con plenos poderes, experiencia, un plan muy detallado y un equipo de fieles incondicionales, está preparado para darle la vuelta. Y a arriesgar todo lo que haga falta, desde billones de dólares en las Bolsas al rol del dólar como divisa de reserva y centro del sistema financiero global.
El presidente funciona por instintos más que por hechos y ansía la gloria y el reconocimiento constante. Y el suyo le dice que la primera potencia económica, militar y nuclear, el país más poderoso de la historia, puede hacer lo que quiera. Puede imponer aranceles y exigir al resto del planeta que los asuma sin protestar, como si fueran tributos feudales. Cree que puede reproducir el modelo de finales del siglo XIX, cuando EEUU, sin impuestos sobre la renta, financiaba su (pequeño) estado con aranceles ("entraba tanto dinero que no sabíamos qué hacer con él"). Aspira, como defendía esta semana uno de sus asesores más cercanos, fieles y radical, Stephen Miller, a una especie de autarquía, en la que el objetivo de los aranceles es revertir y "acabar con toda interdependencia con el resto del mundo", especialmente en materia de manufactura y bienes, para conseguir que Estados Unidos produzca todo lo que necesita.
"El anuncio de hoy es la medida más significativa en política comercial global que hemos visto en nuestras vidas, no es ni siquiera algo reñido. Es el evento más importante que ha ocurrido en el comercio global desde la desafortunada decisión que ahora estamos revirtiendo de eliminar todos los aranceles comerciales y las políticas de ingresos de Estados Unidos que llevaron a la deslocalización y externalización de toda la industria", dijo Miller en un video de promoción el mismo miércoles.
Trump y su círculo cercano creen con un cinismo, un desconocimiento o una irresponsabilidad sin equivalente que el siglo XX ha sido perjudicial, nocivo para EEUU. Que la globalización ha sido dañina para los intereses del país que creó el marco actual y que se ha convertido en lo que es gracias a todo lo que ahora repudia. La última semana ha sido una exhibición de revisionismo estupefaciente. A largo y corto plazo, afirmando que las leyes tarifarias de 1930, que el consenso académico y económico califican de nefastas durante la Gran Depresión, llegaron demasiado tarde para salvar al país. Pero también, propagando que la "herencia recibida" de Biden fue una "economía en caída libre, que no creaba empleo, una depresión, no una recesión", mientras los datos muestran que 2024 acabó con el paro en niveles muy bajos, crecimiento mucho mayor que las grandes economías del planeta y una inflación reduciéndose
La nueva Administración tiene objetivos bien definidos por sus principales figuras, aunque a veces de forma contradictoria o sin un orden claro. El primero es gravar todos los productos que entren en EEUU para llenar las arcas públicas y con eso bajar los impuestos. El segundo, recortar salvajemente el tamaño del Estado y el gasto público, mediante despidos masivos, cierre de agencias y departamentos, venta de edificios o tierras.
Tercero, forzar a la Reserva Federal a bajar los tipos, incluso si para ello hace falta caos y destrucción en los mercados o si hay que forzar una contracción o recesión. Mejor al inicio cuando los índices de popularidad son altos, piensan en el Gobierno, que habla a través de sus medios afines de ajustes, correcciones, dolor pasajero o turbulencias temporales. Cuarto, aprovechar esos cimientos para transformar EEUU de un país de consumidores en uno de productores e industria, forzando a las empresas a traer de vuelta la producción y los puestos de trabajo que cree que los países más pobres del mundo les han "robado".
Quinto, y para propiciar lo anterior, devaluar un poco el dólar, pero sin que pierda su papel de reserva mundial y eje del sistema. Para eso no aspiran a convencer a sus aliados, como hizo Ronald Reagan en los Acuerdos del Plaza de 1985 para que le ayudaran a encontrar un equilibrio apreciando sus propias divisas, sino a extorsionarlos. Con aranceles, con amenazas de retirarse de la OTAN o de anexiones forzosas. O de otros castigos a los BRICS si intentan buscar alternativas a la moneda norteamericana. Si eso no fuera suficiente, el responsable del Consejo de Asesores Económicos del presidente, Stephen Miran, el que ha intentado intelectualizar esta cuadratura del círculo, propone una suspensión de pagos a través de una conversión forzosa de los bonos norteamericanos en títulos a 100 años, por ejemplo.
Sexto, y relacionado: estos días, en los que caen las Bolsas, el dinero se ha refugiado precisamente en los bonos del Tesoro. Y la Administración festeja diciendo que precisamente esa demanda está tirando las rentabilidades, ya por debajo del 4%, lo que provocará ahorros importantes, ya que las necesidades de refinanciación del país son enormes. Jugada maestra.
La apuesta es extraordinariamente arriesgada, pero acorde a la cosmovisión de Trump, millonario de cuna, su equipo, formado en gran medida por millonarios, y sobre todo los ultrarricos de Silicon Valley, encabezados por Elon Musk o Peter Thiel, que creen que el mundo pertenece a los audaces y que la gestión del riesgo es lo que diferencia a los lobos de los corderos, al Río de la Aldea, en su terminología. "Sólo los débiles fracasarán", escribió Trump el viernes. "Mucho mejor de lo esperado, ya está funcionando. "¡¡¡Agárrense fuerte, no podemos perder!!!", dijo en otro mensaje.
El resto del planeta, mientras, ha encajado el golpe como ha podido, mientras estudia la mejor respuesta. Rusia lo ha celebrado por todo lo alto. China ha anunciado aranceles de vuelta por el mismo importe de los suyos, pero importa obviamente mucho menos de lo que exporta. La UE ha prometido firmeza, y líderes como Emmanuel Macron quieren ir a por las empresas tecnológicas y el sector servicios, para que sea la presión de sus líderes, los Zuckerberg, Bezos, Altman, Pichai, Cook, los que rodeaban a Trump en su jura el 20 de enero, los que le hagan repensar su estrategia.
Europa debe responder, y lo hará, pero confía sobre todo en que la destrucción de los mercados haga despertar a la sociedad estadounidense. La Comisión Europea, "indignada y preocupada", como dijo el viernes en Washington Teresa Ribera, parece esperar que Trump se cueza en su propio jugo, abrumado o aplastado por la realidad.
Los aranceles que anunció Trump no solo han sido más altos de lo que casi todos esperaban, lo que desorienta a cualquier operador económico, que no sabe si comprar o invertir porque no sabe lo que pasará mañana. Sino que, según Paul Krugman, "es un shock mucho mayor para la economía que el infame arancel Smoot-Hawley de 1930, especialmente cuando tenemos en cuenta que el comercio internacional es aproximadamente tres veces más importante ahora que entonces". En los años 30, el comercio suponía el 22% del PIB de EEUU, ahora es en torno al 30%. "Estos aranceles van a doler. Mucho. Según mis cálculos, esta ronda de aranceles puede ser 50 veces peor que las que Donald Trump instituyó en su primer mandato. Eso significa que van a transformar nuestras vidas de maneras mucho más fundamentales", ha escrito Justin Wolfers, profesor de la Universidad de Michigan.
No es sólo la destrucción brutal de riqueza bursátil en el último mes y medio, o que los aranceles puedan disparar hasta un 55% el precio de un iPhone, el teléfono que todo americano de una gran ciudad tiene. No es sólo la amenaza de la inflación, que fue una de las tres principales bazas electorales y quizás el factor decisivo para que el pueblo castigara a la administración Biden-Harris. O que los bancos de inversión ya crean que las posibilidades de una recesión superan el 60% este año o el próximo. El Índice de incertidumbre de la política económica de Baker, Bloom y Davis, tres respetados académicos, roza los 600 puntos ahora mismo, por encima del pico de la pandemia de Covid en 2020. El porcentaje de adultos que tienen una percepción negativa de la economía, según los números del sondeo de la Universidad de Michigan, está en su nivel más alto desde que empezó a realizarse en 1985, muy por encima de las últimas tres grandes recesiones.
"Un arancel global único y uniforme, que aumentara o disminuyera en función del déficit comercial de Estados Unidos con el mundo en su conjunto, hubiera sido más fácil de implementar y más difícil de manipular", sostiene el economista Oren Cass, partidario de estas acciones de Trump. Pero advierte: "establecer aranceles país por país y reevaluar cada uno de ellos con cierta regularidad generará una bonanza de lobby y fallos y distorsiones inevitables", algo que en Washington los críticos empiezan a llamar "argentinización", llena de agujeros, atajos y margen para la corrupción con los amigos. Si contribuyes a la campaña, al memecoin, a la librería presidencial de Trump, quizás consigas exenciones.
Además, la experiencia muestra que el poder hegemónico no funciona de manera simétrica. Si un matón económico, como es ahora EEUU, tiene una participación alta de un sector o mercado normalmente tiene el control total. Pero si su cuota baja un poco, por extraño que parezca, su dominio se desmorona más rápidamente, ya que los débiles empiezan a ver alternativas. Hasta ahora, nadie concebía sustitutos a Washington o el dólar, pero Trump ha roto todos los tabúes y abierto todas las puertas.